La depresión: ¿Qué estamos haciendo mal? 2.

Continuemos con el análisis sobre la situación de la depresión en la actualidad, contestando a las preguntas que quedaron pendientes en el último artículo. ¿Es imprescindible el diagnóstico? ¿Es causada por factores biológicos? ¿Debe ser la medicación nuestra primera opción?
Los artículos se alargan y para no abusar de tu tiempo, en éste incluiré, solamente, el apartado para el diagnóstico.
Puedes comenzar a leer desde el principio si lo deseas.
¿Es imprescindible el diagnóstico?
Una vez finalizada la evaluación del caso por parte del médico, ésta culmina con un diagnóstico. Apoyado en los síntomas y las pruebas complementarias que ha obtenido y que muestran algún valor, parámetro o indicador que confirma la presencia de una enfermedad. Este indicador cumple el requisito de estar presente en todos los casos. Una concentración de glucosa en el plasma sanguíneo igual o mayor de 200 miligramos por cada decilitro es el indicador que se utiliza para diagnosticar la diabetes.
El diagnóstico es un tipo de juicio clínico que identifica la enfermedad mediante un nombre. Es un paso trascendental en la práctica de la medicina. El diagnóstico discrimina el tratamiento. Encauza al usuario hacia un recorrido dentro del Servicio. Permite protocolizar la atención. Agiliza y da eficiencia al Servicio.
En ausencia de diagnóstico, el paciente médico sufre, además de las dolencias propias de la enfermedad, de la incertidumbre acerca de la gravedad y la trascendencia de la misma. Una vez llegado al diagnóstico, el paciente experimenta una sensación de alivio, principalmente si el pronóstico es favorable. Sabe lo que le pasa y puede comenzar a luchar contra la enfermedad. La confianza en el médico aumenta puesto que ha dado con el problema.
Hoy en día hay un montón de enfermedades que se encuentran perfectamente controladas, que se curan con facilidad mediante una medicación, un pasajero cambio de hábitos, una vacuna o una intervención quirúrgica. No implican un rechazo social significativo, al ser enfermedades conocidas y aceptadas socialmente.
Esto es lo que ocurre cuando se diagnostica una enfermedad médica.
En el caso de la depresión y otros diagnósticos, el proceso es algo diferente.
El diagnóstico no se sustenta en ningún indicador biológico, ninguna prueba de las utilizadas en las enfermedades médicas es válida. Por más que nos hablen de estudios que parecen haber encontrado el tan deseado indicador, esto no ha ocurrido. De otro modo, este debate tan candente no tendría sentido. Como no lo tiene para aquellas enfermedades en las que existen esos indicadores y los resultados de los tratamientos son apreciables.
Este diagnóstico se basa en el criterio del profesional para constatar unos síntomas en el paciente y asignar una categoría, un nombre, presente en una clasificación, en una lista de trastornos tipo DSM o CIE. Un criterio formado a partir de un modelo explicativo, en este caso el modelo bio-médico, y de la experiencia del profesional. Algo más complicado que interpretar una prueba de laboratorio. El diagnóstico de un trastorno mental es subjetivo, por tanto, expuesto al prejuicio y al tipo de formación del profesional. Encontrar la formación y el conocimiento de los límites entre lo normal y lo susceptible de diagnóstico no es nada fácil.
Con el tiempo hemos evolucionado hacia una progresiva permeabilidad de esos límites y hacia un controvertido incremento de la lista de nuevos trastornos mentales. Las reformas de los manuales de diagnóstico han ido flexibilizando los criterios de modo que, según Allen Frances, coordinador del DSM-IV, a propósito del nuevo DSM-V, cualquiera de nosotros cumple los criterios de varios trastornos mentales incluidos en el manual.
Nuestro trabajo consiste en ayudar a las personas a mejorar su calidad de vida mediante el manejo y control de los aspectos psicológicos. No señalar, estigmatizar, excluir a las personas o cronificar los problemas.
Un diagnóstico equivocado, asunto al que la medicina dedica mucha atención y esfuerzos para evitarlo, supone un error de consecuencias trascendentales para la salud del usuario, una circunstancia a evitar a toda costa. En este estado de cosas, podemos estar ante un mal diagnóstico generalizado, ante un sistema de atención que no soluciona problemas, sino que los produce. Que convierte a millones de personas normales con problemas episódicos en personas enfermas con problemas crónicos.
Las críticas a las clasificaciones diagnósticas se han recrudecido con la publicación de la 5ª edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-V).
En el número 63 de la Revista Infocop encontramos un artículo titulado «Alternativas a las clasificaciones diagnósticas». (1) Como resumen de las críticas al DSM-V leemos:
«La polémica se ha centrado, entre otras cuestiones, en la falta de validez de las diversas categorías diagnósticas, en el riesgo de presentar los diagnósticos como realidades objetivas (en vez de como juicios clínicos basados en la opinión de expertos y, por tanto, sujetos a sesgos), en la escasa utilidad de este sistema de clasificación de cara a implementar el mejor tratamiento basado en la evidencia, en su encuadre en el modelo biológico para la comprensión de la naturaleza de los trastornos mentales y, consecuentemente, en el protagonismo de la medicación, en la descontextualización de los problemas de salud mental de la experiencia personal y del contexto social, familiar o cultural del paciente, y, específicamente, en la excesiva ampliación de diagnósticos que recoge esta última versión.»
En cuanto a la depresión, en el mismo artículo encontramos:
«Asimismo, los ensayos de campo con el DSM-5 revelan que el diagnóstico de la depresión mayor es uno de los diagnósticos menos fiables en la práctica clínica, lo que significa que esta categoría diagnóstica no es capaz de ser aplicada consistentemente por varios profesionales en diferentes contextos.»
Muchas personas al conocer el diagnóstico se sienten aliviadas, sobre todo si la explicación del médico ha resultado convincente y el pronóstico se le ha presentado como favorable.
Es frecuente encontrar testimonios de personas a las que se les ha dicho que su enfermedad es incurable, que es para toda la vida.
Una vez pasado el primer alivio por efecto del diagnóstico. Es probable que la persona llegué a casa pensando que tiene una enfermedad mental, que se repita una y otra vez que no está loco.
No se trata de enfermedades nuevas, tienen connotaciones culturales transmitidas de generación en generación a lo largo de los siglos. Las personas diagnosticadas con enfermedades mentales sufren un estigma considerable. Sienten rechazo social y se ven obligadas a ocultar su problema y a buscar a otros pacientes para poder sentirse comprendido y libre de ese estigma, al menos durante unas horas.
Es tan relevante esta estigmatización que la OMS, en su estrategia de salud mental, considera prioritaria la actuación en este ámbito para reducirla. (2)
En la Guía de Práctica Clínica sobre el Manejo de la Depresión en el Adulto (3), aparece un apartado llamado la perspectiva de los pacientes y los familiares en el que se concluye que:
“La depresión se vive como una enfermedad estigmatizante, tanto por pacientes como por familiares, y existe cierta tendencia a ocultar y negar el trastorno.”
Para reducir este estigma, se propone la información sobre el trastorno como única vía.
“Cuando se realiza un diagnóstico de depresión se aportará toda la información necesaria sobre el trastorno y las opciones de tratamiento y se promoverán explicaciones que reduzcan el sentimiento de culpa y el estigma.”
Como si la explicación de la naturaleza del problema por parte del médico pudiera acabar con un estigma cuya naturaleza es social y cultural. No obstante, el estigma es hoy menor que siglos anteriores donde se recluía a las personas en barcos a la deriva o en instituciones de condiciones denigrantes, aunque afecta a muchas más personas.
En mi opinión, la clave no está en la desinformación, que hoy en día se puede encontrar con facilidad. Cuando un concepto, una palabra, una marca, etc, son estigmatizados es muy difícil revertir la situación. Se dice que cuesta mucho ganarse un prestigio y muy poco perderlo. En otros ámbitos, en la política o en la empresa, cuando una marca entra en desgracia, se recurre a la refundación y al cambio de nombre para alejarse del estigma.
Palabras como “enfermedad mental”, “enfermo mental”, “disfunción cerebral”, y otras más coloquiales como “estar loco”, “estar mal de la cabeza”, tienen una connotación peyorativa muy arraigada. Y en parte por el propio modelo bio-médico que sitúa las causas en el cerebro, en la mente, sin la consistencia científica suficiente.
Como ya dije en el capítulo anterior, no podemos considerar la depresión como una enfermedad. En cuanto a la mente, es un concepto que se sigue utilizando pero que carece de validez científica.
Eso que llamamos mente, es una rémora del pasado. No puede delimitarse físicamente, no pueden conocerse sus límites, es un concepto inmaterial que no debería tener cabida en una teoría científica que se precie. Una entelequia en su acepción no filosófica. Nunca se sabe muy bien qué es exactamente.
Podemos prescindir de estas etiquetas para entender lo que ocurre.
Considero el diagnóstico como un procedimiento que puede ayudar al profesional en su tarea pero que, en muchos casos, es innecesario para el usuario. El modelo alternativo deberá sustituir la etiqueta diagnóstica.
En el momento en el que el sistema de atención arroja unos resultados alarmantes, sobre todo por su previsible evolución. Cuando ponemos en duda su eficacia para abordar la depresión. Y que se necesitan mejoras. Bien podemos prescindir de nombres que, como hemos visto, no definen adecuadamente el objeto de nuestro estudio. Puesto que parece que no estamos hablando de enfermedades, ni de enteléquias mentales. Sino, como argumentaré más adelante, más bien de experiencias vitales producto de la omnipresente interacción del individuo con su entorno.
¿Es causada por factores biológicos?
¿Debe ser la medicación nuestra primera opción?
Continúa…
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